De la debilidad humana

Escrito por cardenas el día 19 de abril del 2011.

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Violencia de género

Hay días en los que me gustaría no ser abogada. Hay días en los que me gustaría ser la madre, la hermana o la amiga de mis clientes. De ese modo, creerían en mi palabra cuando les digo que no están actuando en su propio beneficio. Hablándoles como abogada no confían, porque piensan que no les conozco lo suficiente para comprender sus acciones; no se imaginan que las personas actuamos según patrones de conducta, con pautas idénticas, y que aun siendo un extraño resulta muy fácil darse cuenta de cuando alguien se equivoca. Es especialmente duro verlo y no poderlo evitar.

Me ha pasado varias veces, pero la última me ha resultado especialmente difícil. Una mujer a la que había asistido por ser víctima de maltrato físico quiso retirar la denuncia. Quiso esquivar la orden de alejamiento, que no le pasara nada malo a su agresor. No lo podrá conseguir, o al menos no del todo. En nuestro procedimiento penal, una vez iniciado, no cabe impedir el desarrollo de las consecuencias legales, salvo en algunos casos excepcionales (faltas, delitos “privados” como las injurias). Por ello mi cliente sólo podrá, quizás, aminorar las consecuencias mediante una declaración testifical matizada, suavizada, bajo el velo de una mirada redentora.

Yo estaba con ella en el cuartel de la Guardia Civil cuando puso la denuncia, vi los horrorosos moratones de su cuello; escuché espantada el relato de su agresión, en el que no faltaba detalle: empujón sobre la cama, puñetazos, aplastamiento de los pechos, estrangulamiento… y luego los insultos y los llantos de la niña, reclamando a su padre que parase. Y al día siguiente, en el juzgado, contemplé cómo él, tranquilo, declaraba con la mayor indignación que sería incapaz de poner la mano encima a su pareja. Tanto escrúpulo teórico para afirmar a continuación, que ella era una “histérica” que le había denunciado para quedarse con su dinero. Eso, y que las lesiones se las habría provocado ella misma.

Lo malo de los juicios rápidos es que, a veces, no lo son tanto para según qué cosas. Entre la denuncia y el juicio transcurre el tiempo suficiente (en este caso, quince días) para que las lesiones curen y las mentes se enfríen. Mi cliente fue débil. Tenía todos los medios que la ley dispone para un caso como el suyo (orden de alejamiento, policía asignado para ella, ayudas económicas y laborales, defensa legal…), pero nada le sirvió. Un día, sola en casa, se puso a pensar en las consecuencias de una condena para su agresor. Tenía claro que no lo quería como pareja, pero sí deseaba que ejerciera su paternidad de manera responsable. Y no confió en que las armas legales a su alcance pudieran garantizarle el cumplimiento de esas obligaciones paternas. Ella únicamente deseaba que todo pasara y que su hija disfrutase de un padre responsable que no tuviera ningún obstáculo para ejercer su derecho de visitas. Una orden de alejamiento le parecía el mayor escollo. Por eso le llamó, le pidió que se comprometiese a ser un buen padre, y si lo hacía ella trataría de evitar las consecuencias de la denuncia.

Hoy, en la puerta de la sala de vistas, me contó lo que había pensado y me ha dicho que no quería seguir adelante con la acusación. En ese momento me han dado ganas de ser su hermana, darle un buen grito de ánimo y decirle que todo iba a salir bien; que si se echaba atrás, nunca más podría respetarse a sí misma, ni menos aún conseguir que él la respetase, ni como mujer ni como madre. Me dieron ganas de decirle que, por su debilidad, él había conseguido una victoria más sobre ella. Desde mi toga, he hecho lo que he podido, mirándola a la cara, explicándole que por más que suavizara la declaración, no iba a conseguir variar demasiado las consecuencias, insinuando que su decisión no iba a influir en el mejor ejercicio de la paternidad por parte del verdugo. Pero ella no quería escuchar. Me he despedido y ya no sabré el resultado final del asunto.

Ella quería que todo esto no hubiera pasado. Que el que debió ser un padre y compañero respetuoso y leal no fuera, en realidad, el monstruo que le había causado las lesiones. Mientras espera la sentencia, la niña seguirá preguntándole si le duelen las heridas; ella no se acuerda de su padre. Con sus dos años de edad ya sabe elegir a quien la respeta. Ojalá su madre hubiera mirado al fondo de los ojos de su hija antes del juicio de hoy.

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